De bebé, Alex fue un niño risueño. Pero a diferencia de Darío, no se carcajeaba frecuentemente (desde entonces Darío ya sabía la comedia que era el mundo). Cuando pudo ponerse en pie se recargaba en la cama y empujaba con sus deditos gorditos y pequeños cuanto carrito caía en sus manos. Pero no jugaba. Aprendía. Reflexionaba. ¿Pueden imaginar la cara de seriedad de un bebé de 9 meses tratando de inferir las leyes de la mecánica y la cinética? A la fecha, a pesar de ser un niño alegre, inquieto y feliz, no ha perdido su seriedad. Se preocupa demasiado y frecuentemente. Así que escucharlo tirar la carcajada libre y sonora, es un regalo perfecto para un día ajetreado. Aún cuando la carcajada haya sido a costa mía.
Eso me sucedió ayer.
Mi familia tiene una larga tradición en juegos de mesa. Hubo épocas en que solíamos irnos a dormir pasadas las dos de la madrugada, por estar jugando.
En la familia de Fefé, también. Cuando llegan a coincidir mis dos cuñados en casa, los encuentro jugando ajedrez. Mi cuñadito Poncho es campeón estatal en su categoría. Fefé no canta mal las rancheras. Y aunque mi tradición familiar era de romy, continental o turista, puedo llegar a darle batalla a Fefé antes de que consiga ganarme.
Alex ha aprendido. Incluso ya ha asistido a cursos de ajedrez.
El motivo de la gran carcajada de ayer fue precisamente el ajedrez.
Salió temprano de clases y andaba dando vueltas aburrido en mi oficina. Y que encuentra un tablero entre los archiveros. Me retó a un juego y porque no estuviera dando lata me senté un momento a jugar con él.
Seis jugadas. Seis. En sólo seis movimientos, jaque mate.
Por subestimarlo me dio en la torre. O es más adecuado decir me dio en el rey.
Debí tener una cara realmente lela porque sus carcajadas fueron tales que se resonaron en todas las oficinas.
Me duele el orgullo.
Pero por más risas de ésas me seguiría dejando ganar. Al cabo ya no me resulta tan difícil.

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