La única vez que vi llorar a Fefé, fue hace unos seis años, después de que leyó una carta que le escribí. Recién había salido yo de una etapa bastante mórbida de mi existencia. Meses antes leí “La muerte de Iván Illich” de León Tolstoi y de alguna manera el libro me puso a reflexionar sobre mi vida y la muerte. La conclusión fue, después de un balance, dejar de temerle a la muerte. Eso decía la carta a Fefé.
Olvidé por seis años eso llamado “muerte”.
Este año regresó a mi vida. Con la ausencia de mi tía Socorro, tío Carlos, el primo Manuel y Tere, volvió a tomar sentido el significado de muerte. Y con todo y la cercanía, la mantuve a raya. No dejaba que se quedara mucho en el pensamiento. En el pensamiento consciente, digo, porque en mi inconsciente hizo tremendo lío del cual me fui a enterar anoche en pleno sueño.
Me vi a mí misma en una sala amplia y llena de luz. Los niños jugaban frente a mí pero no me hablaban. Me di cuenta de que estaba muerta. Fefé estaba conmigo. Aun podía hablarme. Comenzamos a ultimar detalles. Le di los números telefónicos de las personas a quiénes debería llamar para hacer más fácil que se conociera la noticia de mi muerte, arreglamos el asunto de la funeraria, incluso le dejé dicho qué quería para mi funeral (en realidad quiero ser cremada, pero el inconsciente hace cada cosa): que me metieran a la caja sin zapatos, ya que de todos modos pensaba quitármelos y no quería que me estorbaran en un lugar tan estrecho; una linterna y el libro de El Quijote y Rayuela, bastarían, porque pensaba leer Rayuela en todas las combinaciones posibles; ah, y que le dijera a mis amigos que cantaran, que cantaran mucho durante el funeral, al fin que no necesitan mucho aliciente para hacerlo.
Sé que en mi sueño llegó la hora del funeral. Y aún no estábamos ahí. Entonces lloré. Lloré muchísimo. Quería bromear sobre el hecho de que con mi muerte las cuentas de la casa y el auto quedarían saldados pero no salían las palabras. Sólo llanto. Desperté asustada.
Todo el día he estado pensando el “La muerte de Iván Illich”, en lo que pensé en aquella ocasión y en mi sueño de anoche.
Sigo creyendo lo mismo. No temo a la muerte. Pero… carajo… cuando alguien muere, los vivos extrañamos a esa sola persona que ha muerto. Pero, quien muere… caray… qué cantidad de personas extraña, qué mundo bárbaro es el que deja.

Me fascina el mundo y me entristece la idea de dejarlo algún día.
Una vez leí un poema, creo que era de Margarita Michelena en el que hablaba acerca de la muerte. Alguien muere y su familia, sus amigos, quedan desolados. El vacío es terrible para aquéllos que lo amaron. En cambio el que muere, pierde su cuerpo, vive en las piedras, en las raíces de los árboles, en las nubes, se une a la danza feliz de la energía del universo.

Ella murió hace unos años. Espero que tenga razón.

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