En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
Joaquín Sabina.

Pese a todos los pronósticos, voy a salir de la ciudad. Pero no se me alboroten mucho, regreso el sábado, si no me aburro antes.
Iré al pueblo, a visitar a la familia.
Cuando vivía en Sonora, visitábamos el pueblo cada verano y uno que otro invierno. Esperar por ese viaje hacía el año inmensamente largo. Mi mamá preparaba el equipaje, mi papá el Dodge Valiant y nosotros cargábamos todas las canciones aprendidas, en la escuela y fuera de ella (que eran siempre mejores).
Era un viaje muy largo: catorce horas multiplicado por la edad del niño en cuestión y dividido entre las coplas que cantaba mi madre, los descansos en la carretera para ver liebres y los sándwiches en algún restorán.
Pero la parte que me parecía eterna, era la última hora. Para los primeros treinta minutos mi hermano y yo teníamos el siguiente juego: “Que éramos buenos hermanitos y luego nos peleábamos” repetido hasta el cansancio y haciendo la mímica para cada situación emotiva. Es decir, nos abrazábamos y luego nos pegábamos unos buenos moquetazos. Para los últimos treinta minutos cantábamos “Un elefante se columpiaba…” o “Sal de ahí chivita, chivita…” Pasada esta etapa se comenzaban a ver las arboledas que se alzan al lado de la carretera los últimos diez minutos del viaje. Entonces la emoción era tremenda. Y hablábamos sobre los abuelos, los tíos, los primos y los bebés nuevos en la familia.
Llegábamos usualmente a las once de la noche y afuera de la casa de mi abuela esperaba la familia. Los tíos y abuelos sentados en sus mecedoras y los niños en la banqueta. La hora de dormir se alargaba hasta las dos de la mañana. Y mi día comenzaba cada mañana a las siete: desayunaba con mi Mami Queta y con Pichí. Por madrugadora me tocaba la nata de la leche bronca. Luego corría a visitar a todos los tíos. Hasta la fecha todos son vecinos. Con mis primos pescábamos cangrejos en las acequias, y si la pesca no era muy buena, me sentaba a leer revistas y tomar refresco en un puesto de revistas cercano y amigo. Por las tardes mis primos mayores nos llevaban al río y a veces mi papá me llevaba de pesca.
Las tardes podían variar: hacíamos obras de teatro, jugábamos a la escuelita, a la lotería, recortábamos muñecas de papel o nos disfrazábamos.
Cada noche cenaba en una casa distinta y antes de dormir, pasábamos el rato afuera de la casa, espantándonos los moscos y contando historias de miedo.

Como se ha de suponer, llegado un momento todo eso acabó.
Yo había cambiado. Mis primos también. La comunicación se volvió difícil y mis ganas de regresar al menos una vez al año de visita, se tornaron imposibles.

Sigo sin llevar una excelente comunicación con mi familia, con mis primos y primas. Somos tan diferentes. Pero algo nos ha igualado: el ser padres.
Quien siga soltero y se siente a escuchar una plática entre padres, podrá darse cuenta que entre padres no existen diferencias sociales, económicas, académicas o culturales. Casi una utopía.

Y es por eso que ahora regreso.
El río ya no lleva agua. La acequia fue convertida en calle. Mami Queta ya no está. Pero están los niños para quiénes ese pequeño viaje de una hora resulta una tortura interminable.


La arboleda


Lalo Nájera. Hijo predilecto del pueblo y único atractivo turístico.

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