La primera vez que visitamos el parque, fue apenas unos días después de la mudanza a nuestra casa. Alex podía ya jugar libremente mientras que a Darío todavía tenía que ayudarlo con los columpios y cuidarlo en el resbaladero.
Hoy me calló el veinte de cuánto han crecido los niños y no sólo los míos.
En la pequeña cancha del parque jugaban jovencitos al fútbol, los mismos que hace un par de años se disputaban los columpios. Y desde una banca, una chiquilla le reclamaba al portero que no la hubiera saludado.
Y yo finalmente pude leer ese libro que siempre llevaba conmigo al parque y nunca conseguía leer.

Desde la banca pude ver el atardecer. Darío me pregunta por el color de las nubes. Admiro el verdor de los montes y me pregunto si sobrevivirán a la invasión de los nuevos fraccionamientos.
Nos mudamos ahí por esos montes.
Será que nos tendremos que mudar de nuevo.

Los chicos juegan al fútbol. El menor de ellos debe tener unos ocho años. Alex los mira desde el columpio y sus pies simulan una patada de gol.
Se acerca despacio y se sienta en una banca. Corre tras la pelota cada vez que ésta se escapa de los futbolistas.
Sé que quiere jugar pero no puedo ir a decirle a los chicos que lo admitan en el juego. En vez de eso le digo que es hora de irnos. Se me acerca cabizbajo y me dice que no quiere irse, que está esperando que lo inviten a jugar.
Me vi a mí misma a los ocho años. Nunca tuve que esperar que alguien me invitara a jugar. Yo era la que organizaba los juegos y a mí se acercaban para jugar. Luego me vi a los 11 años, en otra ciudad, una nueva casa, niños desconocidos. En la calle jugaban los niños y yo me paraba frente a ellos esperando una invitación que nunca llegó. Qué fácil hubiera sido pedir que me admitieran en sus juegos. Pero a esa edad, uno cree que tiene tanto que perder.
Le digo a Alex que no lo invitarán a menos que él pida que lo admitan.
Toma aire y se va muy despacio, esperando el momento de decirle al portero que a leguas se nota es el líder, que lo deje jugar.
Yo me entretengo unos segundos con Darío y cuando regreso mi vista a la cancha, Alex ya está jugando.
Veo en su rostro una sonrisa enorme que intenta apaciguar con una mueca, fingiendo cierta indiferencia y ecuanimidad, como los mayores. El portero le pasa la pelota y él comienza a patearla. El chico de ocho años se acerca para quitársela, pero él lo esquiva, y vuelve a esquivar a un par de chicos mayores que él. El portero le aplaude y pregunta su nombre. “Me llamo Alexandro”. No dijo “Alex”.
Me mira desde la cancha con la sonrisa apretada pero con la carcajada escapándose de sus ojos.

Sí señores.
Este blog ha tomado un matiz maternal.
Ustedes disculparán pero el trabajo no me deja disfrutar tanto a mis hijos como lo estoy haciendo en estas vacaciones.
Prometo posts pornos y eróticos para mañana.

Les dejo de regalo una canción de Serrat que me fascina:

Esos locos bajitos
A menudo los hijos se nos parecen,
y así nos dan la primera satisfacción;
ésos que se menean con nuestros gestos,
echando mano a cuanto hay a su alrededor.

Esos locos bajitos que se incorporan
con los ojos abiertos de par en par,
sin respeto al horario ni a las costumbres
y a los que, por su bien, (dicen) que hay que domesticar.

Niño,
deja ya de joder con la pelota.
Niño,
que eso no se dice,
que eso no se hace,
que eso no se toca.

Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma,
con nuestros rencores y nuestro porvenir.
Por eso nos parece que son de goma
y que les bastan nuestros cuentos
para dormir.

Nos empeñamos en dirigir sus vidas
sin saber el oficio y sin vocación.
Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones
con la leche templada
y en cada canción.

Nada ni nadie puede impedir que sufran,
que las agujas avancen en el reloj,
que decidan por ellos, que se equivoquen,
que crezcan y que un día
nos digan adiós.

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