MEDITACIONES SOBRE LOS LENTES
(Columna de la Jornada Semanal... ¿puedo ser demandada por esto?)
(...)
Los lentes son como un animal de trasero grande y reflejante; montan a caballo en la nariz y se abrazan a la cabeza, como niños asustados. En realidad, los lentes dan la espalda al mundo y uno aprovecha su abrazo perpetuo para ver a través de ellos, como quien mira por encima del hombro de otro. Quizá por eso, porque son como un animalito que nunca crece y que, si no se le cuida bien, tiende a perderse o a ser aplastado, quienes usan lentes durante mucho tiempo desarrollan hacia ellos una afinidad entrañable, que no vencen los lentes de contacto ni las operaciones. Son ellos y sus lentes; los lentes ya no son su máscara, sino parte de su fisonomía. Eso lo entendió muy bien Groucho Marx. Los lentes con bigote de Groucho Marx eran en realidad Groucho Marx, y por eso los otros hermanos Marx se disfrazaban de Groucho y así atrapaban la esencia de Groucho –hay una escena de Sopa de pato que es inolvidable; en ella Groucho baila frente a sus hermanos alter-Grouchos con su gorro de dormir y su camisón largo. Igual podríamos decir que la esencia del Venustiano Carranza de las estampitas de la escuela se encontraba, sobre todo, en esos lentes diminutos y verdes que parecían encajados en su cuenca ocular como los de Eric Von Stroheim y esas barbas de cortinaje que todo lo ocultaban, pero la verdad el figurón no resulta ni tan entrañable, ni tan simpático como Groucho el sublime. También John Lennon disfrazó a muchos jóvenes de viejos y les puso lentes de colores que no necesitaban, pero se veían bien y uno atrapaba la esencia de John Lennon sin cantar ni componer como él.
Los lentes tienen parientes variados y curiosos. Sus parientes más cercanos son los lentes oscuros, caricaturescos de por sí. No hay manera de ponerse esas cosas sin verse disfrazado o con pretensiones de misterio, por más que el sol invada y queme y alumbre tanto que haga evidentísima su necesidad. Cuando llevamos lentes oscuros parece que no vemos, cubierto el rostro por mariposas negras, y da susto imaginar que quien nos ve detrás de aquellos vidrios de humo lo hace con malicia o frialdad. Otros hermanos de los lentes son los lentes de contacto, que parecen calcomanías; cuando se caen son como joyas perdidas. Uno rastrea el piso con cuidado, buscando ese brillo mínimo que se burla de uno y su ceguera en cualquier rincón. Pocas cosas son tan angustiosas para una persona como tentalear a ciegas una duela o un trozo de asfalto rasposo, en busca del ojo minúsculo que le hace ver el mundo. Otros hermanos de los lentes –estos muy simpáticos cuando no se empañan- son los encantadores googles, que nos convierten en ranas o en aviadores de la primera guerra mundial. Gracias a ellos vemos el fondo del agua, que es una visión tan tranquilizadora y hermosa como el cielo. El brasier y los lentes son primos hermanos. Los unen sus vocaciones de ladrón y de mapache, de máscara y antifaz. Y finalmente, los lentes acusan un parentesco obvio con las ventanas, pero en pequeña escala. De hecho, las personas que usan lentes tienen una vaga e inquietante similitud con los edificios.
Me puse mis lentes para escribir sobre los lentes. Mi relación con ellos es un tanto pasional: persisto en pretender que no los necesito, pero la verdad es que vivo con el ceño fruncido. Aun así, sólo en épocas de mucho tormento, de jaquecas innombrables o pantallas temblorosas, cedo a sus llamados. Y eso que insisto en perderlos, pero mis lentes siempre me encuentran. Con sus aros dizque antiguos, abandonados y polvosos, le ruegan a mi nariz que se deje de fingimientos y los cargue, pues tiene tamaño más que suficiente, y mis ojos, mucha necesidad. Luego los olvido y vuelvo a hacer como que no los llevo o no los necesito. Hasta que me tope un día contra la pared.
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Los lentes son como un animal de trasero grande y reflejante; montan a caballo en la nariz y se abrazan a la cabeza, como niños asustados. En realidad, los lentes dan la espalda al mundo y uno aprovecha su abrazo perpetuo para ver a través de ellos, como quien mira por encima del hombro de otro. Quizá por eso, porque son como un animalito que nunca crece y que, si no se le cuida bien, tiende a perderse o a ser aplastado, quienes usan lentes durante mucho tiempo desarrollan hacia ellos una afinidad entrañable, que no vencen los lentes de contacto ni las operaciones. Son ellos y sus lentes; los lentes ya no son su máscara, sino parte de su fisonomía. Eso lo entendió muy bien Groucho Marx. Los lentes con bigote de Groucho Marx eran en realidad Groucho Marx, y por eso los otros hermanos Marx se disfrazaban de Groucho y así atrapaban la esencia de Groucho –hay una escena de Sopa de pato que es inolvidable; en ella Groucho baila frente a sus hermanos alter-Grouchos con su gorro de dormir y su camisón largo. Igual podríamos decir que la esencia del Venustiano Carranza de las estampitas de la escuela se encontraba, sobre todo, en esos lentes diminutos y verdes que parecían encajados en su cuenca ocular como los de Eric Von Stroheim y esas barbas de cortinaje que todo lo ocultaban, pero la verdad el figurón no resulta ni tan entrañable, ni tan simpático como Groucho el sublime. También John Lennon disfrazó a muchos jóvenes de viejos y les puso lentes de colores que no necesitaban, pero se veían bien y uno atrapaba la esencia de John Lennon sin cantar ni componer como él.
Los lentes tienen parientes variados y curiosos. Sus parientes más cercanos son los lentes oscuros, caricaturescos de por sí. No hay manera de ponerse esas cosas sin verse disfrazado o con pretensiones de misterio, por más que el sol invada y queme y alumbre tanto que haga evidentísima su necesidad. Cuando llevamos lentes oscuros parece que no vemos, cubierto el rostro por mariposas negras, y da susto imaginar que quien nos ve detrás de aquellos vidrios de humo lo hace con malicia o frialdad. Otros hermanos de los lentes son los lentes de contacto, que parecen calcomanías; cuando se caen son como joyas perdidas. Uno rastrea el piso con cuidado, buscando ese brillo mínimo que se burla de uno y su ceguera en cualquier rincón. Pocas cosas son tan angustiosas para una persona como tentalear a ciegas una duela o un trozo de asfalto rasposo, en busca del ojo minúsculo que le hace ver el mundo. Otros hermanos de los lentes –estos muy simpáticos cuando no se empañan- son los encantadores googles, que nos convierten en ranas o en aviadores de la primera guerra mundial. Gracias a ellos vemos el fondo del agua, que es una visión tan tranquilizadora y hermosa como el cielo. El brasier y los lentes son primos hermanos. Los unen sus vocaciones de ladrón y de mapache, de máscara y antifaz. Y finalmente, los lentes acusan un parentesco obvio con las ventanas, pero en pequeña escala. De hecho, las personas que usan lentes tienen una vaga e inquietante similitud con los edificios.
Me puse mis lentes para escribir sobre los lentes. Mi relación con ellos es un tanto pasional: persisto en pretender que no los necesito, pero la verdad es que vivo con el ceño fruncido. Aun así, sólo en épocas de mucho tormento, de jaquecas innombrables o pantallas temblorosas, cedo a sus llamados. Y eso que insisto en perderlos, pero mis lentes siempre me encuentran. Con sus aros dizque antiguos, abandonados y polvosos, le ruegan a mi nariz que se deje de fingimientos y los cargue, pues tiene tamaño más que suficiente, y mis ojos, mucha necesidad. Luego los olvido y vuelvo a hacer como que no los llevo o no los necesito. Hasta que me tope un día contra la pared.
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