Les presento a la Sra. Azucarera.

No tiene nada de especial. Es una artesanía local, fabricada en barro (si la tocan con la lengua, se les queda pegada -no que lo haya hecho, me han dicho), con ciertas imperfecciones en su superficie y la abertura del tamaño idóneo para que entre la cucharita cafetera.

Lo especial de esta azucarera es que es la primera que adquiero en mis años de vida conyugal.
Antes no la había necesitado. Cualquier frasco podía suplirla fácilmente. No era una cuestión económica lo que me había llevado a la determinación de no tenerla.
Era miedo. El temor a ser esclava de un lujo vacuo que después podría llevarme a no sé dónde.
Porque, después de la azucarera, ¿qué iba a seguir? ¿una cama de agua? ¿un jacuzzi en mi habitación?
Pero el primer paso para derrotar al miedo, es enfrentarlo.
Y aquí estoy, con la Sra. Azucarera en el centro de la mesa.
Ahora debo aprender a contenerme o dentro de poco me veré obligada a comprar toda la línea de productos inútiles de Betterware.
Es un riesgo.
Pero estoy dispuesta a tomarlo.

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