Repérdidas

 No sé por qué hace quince años escribí en el blog lo siguiente:

Mientras viví en Beautyfulville, fui una niña extrovertida y siempre rodeada de amigos.
Cuando tenía once años, nos mudamos para acá.
La forma de ser de las personas, muy diferente a lo que había vivido hasta entonces, me volvió un poco reservada y no encontraba amistades en quien apoyarme.
Tenía una prima. Una belleza. Juntas nos parecíamos a Vilma y Daphne, ella era Daphne por supuesto. Pero gracias a ese don tenía algunas amistades cerca de su casa, que fue donde yo viví algún tiempo por la mudanza.
Sus amigos ahí eran únicamente chicos. Buena suerte para mí, que siempre había tenido dificultades para relacionarme con las chicas. Y en ese grupo había un chico flaco, de anteojos y gran inteligencia (como personaje de televisión) que estaba profundamente enamorado de mi prima. Desde que ambos andaban en triciclo, según me contaría él después. Mi prima, la belleza de 12 años, tenía demasiados pretendientes como para hacerle algún caso a Daniel. Ése era su nombre.
Por dichas circunstancias, llegué a ser muy amiga de Daniel; u confidente en amores y su contrincante en las vencidas (yo siempre le ganaba). Entramos a la misma escuela secundaria pero a él le tocó estar en la tarde. Yo me mudé a una casa cercana a la de mi prima así que nos seguíamos viendo.
En segundo de secundaria a Daniel lo pudieron cambiar al turno matutino, y coincidentemente, en mi salón. Siguió siendo flaco, desgarbado, con anteojos pero era de una inteligencia tan clara y un sentido del humor tan fácil que fue gran amigo de todos, además de jefe de grupo por dos años. También fue mi mejor amigo en ese tiempo.
Siempre he dicho que los hombres suelen confundir la amistad de una mujer (situación de la que tomé ventaja después, pregúntenle a Fefé) y eso le sucedió a Daniel.
Yo no me di cuenta. En estas cosas, una es la última que se entera. Todos me lo decían y yo respondía que no, que él estaba enamorado de Daphne. Pero comencé a ver los síntomas: se alejaba de los demás e intentaba estar a solas conmigo, trataba de mantenerse físicamente cercano y en alguna ocasión estuvo a punto de declararse pero no le di mucha oportunidad. Al mismo tiempo yo sentía ese cambio en su actitud y me ofuscaba. Me empecé a alejar. Y él a aislarse. De pasar todo el tiempo juntos en los recesos; de regresar juntos a casa, haciendo más tiempo por nuestras charlas y ser mi confidente, no quedó nada. Lo veía quedarse solo, yo me sentía culpable y no hallaba qué hacer.
Tuvimos una fiesta del salón.
Fue en la casa de nuestra amiga rica. Bailábamos en la terraza y tomábamos refresco en copas. Daniel me invitó a bailar. A esas alturas hasta tenerlo cerca me perturbaba. Me negué.
A los minutos algunos chicos me comenzaron a hacer comentarios: “Pobre Daniel, mira cómo sufre”, “No seas mala, baila con él”, “Cómo eres, Daniel que te quiere tanto”. Hasta que me enojé. Increpé al que se dejó, les eché en cara que se preocuparan por Daniel y no por mí, les dije que ellos no tenían derecho a hablar si no tenían la menor idea de cómo me sentía yo. Corrí al baño y me di cuenta que estaba bañada en lágrimas. Me desahogué con la chica que se ponía rimel en las pestañas y a quien le importaba un comino cómo me sentía. Al tiempo salí y Daniel estaba fuera del baño. Caminamos juntos a una salita y nos sentamos ahí sin hablar por un rato. Él habló primero: “¿Qué le voy a hacer?” me dijo, resignado. Yo le dije que lo sentía, que sentía todo, que sufriera, que estuviera solo y sobre todo, sentía haberlo perdido. Creo que lloramos un momento los dos. Nos levantamos y bailamos una canción. Nos separamos al entrar a la preparatoria. Aunque ya nos habíamos distanciado desde mucho antes.
Fui la primera vez que perdí un amigo.
Decía Richard Dreyfuss, como el escritor en “Stand by me”: Nunca más tuve amigos como los que tuve a los doce años. 

Hace cinco años Daniel y yo nos volvimos a encontrar, en una de esos reencuentros de secundaria. Me dio gusto verlo de nuevo y no parecía que fuera a ser la última vez. Durante unos años nos estuvimos reuniendo, en navidad y los cumpleaños. Aunque nunca volvimos a ser los amigos que fuimos de niños, pudimos tener una relación de confianza entre amigos adultos. Fue lindo y duró muy poco. Lo volví a perder.

Hoy me avisaron que Daniel murió. Padecía diabetes y adquirió Covid. 

Pienso en Luis.

Me desespero por ver a Fefé.

Y no puedo dejar de llorar.




Comentarios

Un tipo fome dijo…
Hola, Ceci.

Espero que no suene creepy, pero ya son 16 años de conocerte. Recuerdo con mucha claridad cuando te encontré por acá, justo en este blog, en los tiempos en que eso estaba de moda. Eran buenos tiempos: muchos teníamos algo que decir y creíamos que estos sitios eran casi casi la utopía. Con el tiempo lo parajes se volvieron páramos, pero eso no es lo importante hoy.

Recuerdo muy bien que fue en 2004 y que te empecé a seguir, fascinado por la claridad con la que escribes. Leerte (aquí y en Twitter) siempre ha sido como escuchar una plática, siempre. Y me hace sentirme acompañado. De cierto modo me he sentido como un vecino que ha podido ver cómo han ido creciendo tus hijos, que si se encuentra a Fefe lo saluda con un abrazo y que se sienta a compartir vino o cervezas cada cierto tiempo; listo para escuchar, porque escuchando/leyendo se generan las amistades y las cercanías.

Y al atestiguar todos esos años de historias, accidentes, miedos, tristezas, logros, inconvenientes menores y mayores, abrí un lugar en mi corazón para ustedes, tan allá como están, pero tan cercanos. 16 años, por ejemplo, es casi la edad de mi hijo. 16 años contienen muchísimos giros de la vida, muchas canas y kilos, muchos olvidos.

Siempre me ha reconfortado leerte. Eres de las pocas personas que aún me importan de todos estos años en redes y por eso, aunque no tenga ya cuentas, los busco cada día para stalk... este... para ver como están, para sentirlos cerca.

Hoy me encuentro con todo esto y por eso quise escribirte, sólo para decirte que acá estoy. Que soy uno más de muchas y muchos que te acompañan en este llanto y este temor, en medio de la incertidumbre que nos ahoga. Todo saldrá bien. Y así como tú has iluminado mi camino en estos años sin saberlo, es tiempo de darte un poco de luz, un fósforo apenas comparado con tanta alegría que tú has generado.

Te mando un abrazo, otro a William y Harry (a los de hace 16 años y a los de ahora), otro a Fefe. Este pinche virus no lo vencerá, ni a ti, ni a nadie. Y ya con 16 años de presencia en mi vida, tengo las bases y la certeza para decirles esto: los quiero mucho.
Hola Oscar, me da tanto gusto que nos hayamos cruzado en esa hermosísima utopía y me encanta que sigas siendo mi vecino, aunque sea detrás de la cerca. Ten por seguro que el sentimiento es mutuo. Te quiero y siempre quiero que estés bien. Aquí sigo en este pedacito virtual, por lo que necesites.

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