Pandemia
Siento tan lejanos los días en que las primeras noticias sobre el coronavirus comenzaron a salir. Lejanos en tiempo y en espacio. Eso pasaba en un universo muy distinto al mío.
Hace tres semanas que estoy trabajando desde casa. Los hijos hace más de un mes llevan sus clases en línea. Y fue hasta hoy que me cayó el veinte sobre el momento excepcional que estamos viviendo.
Tuve que salir al supermercado. En las puertas las indicaciones eran: entrar con cubrebocas, sólo una persona por familia, cuidar las distancias. Dentro de la tienda, el altavoz no dejaba de repetir recomendaciones sanitarias. Personal y clientes, irreconocibles tras su máscara (me pareció ver una compañera pero no pude estar segura). Y como un velo sobre todos, el miedo de estar cerca, la desconfianza. Precisamente esas emociones fueron las que me enfrentaron a una dimensión que no había podido percibir.
Me preocupan las miradas desconfiadas. Me preocupa cómo la naturaleza de esta enfermedad nos lleva a avergonzar al que sale, a culpabilizar a quien la adquiere. Me preocupa cómo esto puede provocar que la gente que enferma oculte información que puede servir para rastrear el contagio.
Mañana debo salir de nuevo. Una vez a la semana debo presentarme en mi trabajo. No me da miedo hacerlo. Las condiciones de la planta son mucho mejores a las que tengo en casa. No sé cómo voy a hacer para traer el cubrebocas las ocho horas. La piel se me irrita y la respiración se me agita. Pero sobre todo, no sé cómo haré para dejar de emanar desconfianza.
Yo quiero decirles a mis compañerxs que me alejo no por miedo, sino porque los aprecio, porque los cuido.
¿Cómo se hace eso con el rostro cubierto?
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