Parte II y fin.

Al salir pasamos más tiempo en la tienda de regalos que en el recorrido de las cavernas. Me quedé con ganas de traer café con sabor a piñón, pero ya nos habíamos gastado 100 dólares en pendejadas. Bueno, Fefé compró unas pendejadas bien lindas, hasta eso. Y claro, también compramos el producto local por excelencia: bumper stickers.

La idea era irnos a Alamogordo (tampoco es albur) y alcanzar a llegar al Museo de Historia Espacial, pero en el camino nos encontramos con un pueblito maravilloso llamado Cloudcroft. Yo me sentía casi casi como en Cicely. Sniff.
Sobre el lugar, William dijo: Parece uno de esos pueblitos de las montañas de Estados Unidos. Antes de que pudiera yo reaccionar, Harry ya estaba botado de la risa diciendo: ¿será porque estamos en un pueblito, en una montaña, en Estados Unidos?

Ahí comimos en un restaurant de ésos de gringos gordos, donde todo lo que hay de comer tiene queso o papas. Vendían unos burritos enormes, cubiertos de queso por supuesto. El lugar era mmmm... pintoresco, porque los gringos también tienen lugares pintorescos; el frío que estaba haciendo se hizo menos con la comida y la amabilidad de la mesera mexicana que nos contó sobre su vida en el Chuco y su tienda de productos argentinos.
Una maravilla de lugar. Acababa de nevar en esos días y todavía se veía nieve en algunas partes. Pensar que estábamos en plena montaña, con el frío calándonos hasta los callos, admirando los pinos y las liebres muertas en la carretera (del lado mexicano nomás vimos ratas muertas, hasta en los roedores son mejores los gringos) y a 20 minutos de camino estaba nuevamente el desierto.
Después de hartarnos de brisket, elotes, caldillo con verduras, pollo frito y puré de papas, nos fuimos a Alamogordo. No llegamos a tiempo al museo así que nos metimos a ver Madagascar 2. A mí ya se me había pasado el efecto de la droga para el dolor de muelas, pero el dolorcito se me quitó con la película y los avances de La pantera rosa 2. ¡Sale John Cleese!

Nos quedamos en el hotel más gacho en que nos hemos quedado. Fefé se quejó al día siguiente y dijo que debíamos habernos quedado en el Best Western al menos. Pero el Best Western no tiene empleados de la India a los que no se les entiende ni madre cuando te dan las tarifas por noche, ¿verdad?, ¿verdad? Tuvo que darme la razón.

Desayunamos en otro restaurant de gringos gordos donde tuve más miedo que en plena Francisco Villa a las siete de la tarde (contexto: en la calle Francisco Villa se han cometido más ejecuciones en Chihuahua que en ninguna otra calle). Era el típico restaurante donde entra el gringo esquizoide a disparar contra todos los otros gringos que de todos modos se van a morir por la cantidad de colesterol de los desayunos.
Yo me comí tres hot cakes con mermelada de crapberries (o fuckberries o algo así) y crema batida, cuatro rebanadas de tocino, dos huevos (sunny plis!) y papa hash brown. Nada más. Para no volver a comer el resto de día, que fue casi como sucedió porque después de tomarnos muchas fotos con los misiles del museo, y volvernos green y pacifistas con la película del IMAX (así es, yo también noté la contradicción) partimos hacia El Paso con el firme objetivo de comprarme un saco. Y lo conseguí. Fefé quería comprarme uno en Abercrombie a 260 dolarucos. Él es fino. Yo no. Conseguí uno igual por 50. Soy bien pinche naca. Y coda. Y pobre. Pensaba comprarme calzones también, pero en la tienda me encontré con una amiga y su esposo, justo en la sección de lencería. Y el marido no se le despegaba. Hay ciertas cosas que todavía me incomodan.

Antes de salir de El Paso, le dije a Fefé que no tenía ganas de llegar a Chihuahua. Fefé me dijo que podíamos quedarnos un día más, pero eso no iba a solucionar nada. La verdad es que yo no quería regresar a Chihuahua ni ese día, ni el otro, ni el siguiente...
Pffftttsss... así es como están las cosas ahora. Yo que no aguanto lejos más de cinco días sin comenzar a extrañar mi casa, mis gatos, mi desierto, mi tele, mi trabajo... ya no quería regresar.
A lo mejor poco a poco y casi sin darme cuenta, me voy haciendo a la idea de que no quiero que mis hijos crezcan en un lugar donde la violencia, la muerte y la corrupción son la regla y no la excepción. No le temo a la inseguridad. Le temo cabrón a la insensibilidad.
Pero ya estamos aquí.
Haciendo planes para regresar a Cloudcroft en diciembre y tratando de resistir la tentación de leer el periódico cada mañana.

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