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Hay días que empiezan con el pie equivocado.

O en mi caso, con los calzones equivocados.

Y es que hay calzones tan equivocados que deberían ser incinerados, desaparecidos de la faz de la tierra. Tengo uno de ésos y en lugar de hacer lo debido, decidí echarlos al fondo de un cajón.

Los calzones correctos, por otro lado, estaban en mi mano antenoche mientras preparaba mi atuendo del día de ayer. Sépanse que no es cosa fácil decidir qué ponerte cuando la calle está a 28 tropicales grados y tu oficina a gélidos 18. Por eso me preparo una noche antes, justo como me enseñó mi mamá.

Ignoro qué sucedió entre las diez de la noche y las siete de la mañana pero el resultado final fue salir a la calle con los calzones equivocados y darme cuenta que los correctos estaban en mi bolsa. Y si me di cuenta de este hecho fue porque al sacar mi gafete para ingresar a la empresa, salió el gafete con todo y calzón. Frente a todos.

Por fortuna el día se compuso.

Tuve una auditoría que aprobé porque el auditor ya no quería seguir escuchándome.

Me desautorizaron un viaje al que no tenía ganas de ir.

Hicimos una visita al carpintero para decidir el color de un mueble y Fefé y yo sí pudimos ponernos de acuerdo (todavía falta el color de la cocina, the final battle).

Y por la noche cobré unos orgasmos que me andaban debiendo.

 

Hay días que son así.

Mi vida está muy necesitada de ésos.

 

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