Perdí mi Proust
No sé dónde lo dejé.
Claro, no es más que el primer volumen de En busca del tiempo perdido y apenas voy a la mitad, pero ya me había encariñado.
Hacía tiempo que quería leerlo, como 24 años más o menos.
En mi casa había una enciclopedia Salvat con títulos tan interesantes como Dime por qué, Dime dónde está, Dime cuál será mi profesión (de donde saqué que quería ser vendedora de paletas cuando tenía como seis años) y mi favorito: Dime cuéntame. En ese libro estaba una compilación de reseñas de libros y autores, desde la antigüedad hasta la época contemporánea. Leía y leía las reseñas y cada vez que tenía alguna referencia de los títulos, los iba marcando, prometiéndome que algún día tendría los libros en mis manos y los leería. Las referencias me llegaban de muchas fuentes: películas, revistas, los libros de lectura de primaria y sobre todo, de Maruxa Vilalta que en esa época, antes de que empezara la Abeja Maya, tenía un segmento por televisión donde recomendaba libros.
La lectura de ese volumen de Salvat me causó el único gran problema que tuve cuando estaba en el bachilleres. La maestra de literatura dijo que El paraíso perdido lo había escrito James Joyce, y yo le dije que no maestra, que lo escribió John Milton, razón por la cual fui suspendida una semana de la clase. Qué clase de irreverencia estaba yo fomentando en mis compañeros.
Total que, aunque el libro de la enciclopedia desapareció de mi librero, yo seguía recordando algunos títulos que busqué y leí estos últimos 24 años de mi vida. El de Proust lo encontré apenas hace un par de meses. Y lo empecé a leer a pesar de las antirecomendaciones de mi amigo el Queto: a él lo había aburrido tanta descripción. En cambio a mí, me tenía-tiene fascinada, porque muchas de las descripciones giran en torno a los olores. Cada quien sus gustos. El Queto tiene la manía de terminar un libro, ponerle un candado y regalar la llave. Si quiere volverlo a leer, lo compra nuevamente en una edición distinta. Y si realmente realmente realmente le gusta el libro, se lo come, como la trilliza de Andahazi.
Cada quien sus cosas.
Mi Proust, y muchos de mis libros son de segunda mano, y la idea de comérmelos no me es atractiva. He encontrado cosas muy diversos entre las páginas de mis libros, y no he querido preguntarme qué son, sobre todo cuando se trata de materia capilar.
Ahora que lo pienso, debería inventarme una manía lectora, alguna extravagancia. Como aquella chica que conocí que decía que los libros le hablaban. Después de eso, dejé de leer un par de semanas. Me dio miedo que a mí también quisiera hablarme Zaratustra.
Pero no tengo tiempo para extravagancias, mis manías existentes no me dejan un segundo para buscar otra.
Lo que tengo que buscar es mi Proust.
Si ustedes fueran el tiempo perdido... ¿dónde se esconderían? (y por favor no me digan que en el paraíso de Milton)
Claro, no es más que el primer volumen de En busca del tiempo perdido y apenas voy a la mitad, pero ya me había encariñado.
Hacía tiempo que quería leerlo, como 24 años más o menos.
En mi casa había una enciclopedia Salvat con títulos tan interesantes como Dime por qué, Dime dónde está, Dime cuál será mi profesión (de donde saqué que quería ser vendedora de paletas cuando tenía como seis años) y mi favorito: Dime cuéntame. En ese libro estaba una compilación de reseñas de libros y autores, desde la antigüedad hasta la época contemporánea. Leía y leía las reseñas y cada vez que tenía alguna referencia de los títulos, los iba marcando, prometiéndome que algún día tendría los libros en mis manos y los leería. Las referencias me llegaban de muchas fuentes: películas, revistas, los libros de lectura de primaria y sobre todo, de Maruxa Vilalta que en esa época, antes de que empezara la Abeja Maya, tenía un segmento por televisión donde recomendaba libros.
La lectura de ese volumen de Salvat me causó el único gran problema que tuve cuando estaba en el bachilleres. La maestra de literatura dijo que El paraíso perdido lo había escrito James Joyce, y yo le dije que no maestra, que lo escribió John Milton, razón por la cual fui suspendida una semana de la clase. Qué clase de irreverencia estaba yo fomentando en mis compañeros.
Total que, aunque el libro de la enciclopedia desapareció de mi librero, yo seguía recordando algunos títulos que busqué y leí estos últimos 24 años de mi vida. El de Proust lo encontré apenas hace un par de meses. Y lo empecé a leer a pesar de las antirecomendaciones de mi amigo el Queto: a él lo había aburrido tanta descripción. En cambio a mí, me tenía-tiene fascinada, porque muchas de las descripciones giran en torno a los olores. Cada quien sus gustos. El Queto tiene la manía de terminar un libro, ponerle un candado y regalar la llave. Si quiere volverlo a leer, lo compra nuevamente en una edición distinta. Y si realmente realmente realmente le gusta el libro, se lo come, como la trilliza de Andahazi.
Cada quien sus cosas.
Mi Proust, y muchos de mis libros son de segunda mano, y la idea de comérmelos no me es atractiva. He encontrado cosas muy diversos entre las páginas de mis libros, y no he querido preguntarme qué son, sobre todo cuando se trata de materia capilar.
Ahora que lo pienso, debería inventarme una manía lectora, alguna extravagancia. Como aquella chica que conocí que decía que los libros le hablaban. Después de eso, dejé de leer un par de semanas. Me dio miedo que a mí también quisiera hablarme Zaratustra.
Pero no tengo tiempo para extravagancias, mis manías existentes no me dejan un segundo para buscar otra.
Lo que tengo que buscar es mi Proust.
Si ustedes fueran el tiempo perdido... ¿dónde se esconderían? (y por favor no me digan que en el paraíso de Milton)
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