Un fantasma
En secundaria tuve un maestro de español, que aunque no lo supe entonces, tuvo una influencia muy grande en mí al momento de decidir qué quería hacer con mi vida.
Era un hombre alto, un poco calvo, algo encorvado. Tenía un genio de los mil demonios.
Entraba al salón y cuidado con respirar o realizar cualquier otra actividad fisiológica que produjera algún ruido. Eso era durante los primeros minutos de clase, cuando llegaba a su silla, tomaba lista y revisaba tareas.
Después de esos minutos, entrábamos en materia. Ya fuera que explicara literatura antigua, gramática u ortografía, lo hacía con gusto, con gran placer. Aún así poníamos mucha atención. Nadie quería ser castigado por él.
Pero el momento qué más gusto nos causaba, a nosotros y a él, era el de las historias.
Nos dábamos cuenta que nos tocaba historia con sólo ver cómo movía sus manos y cómo sus ojos adquirían un brillo travieso, como si lo que fuera a hacer estuviera prohibido.
Entonces todos nos empezábamos a acomodar en nuestras butacas. Tomábamos la posición más cómoda y hacíamos algo que a cualquier adolescente se le dificulta, y que sin embargo nosotros conseguimos dominar: escuchar.
Le decían Macario, por aquella historia que contaba de Bruno Traven sobre el campesino que decide compartir su comida con la Muerte.
Me gustaba la clase, tenía buenas calificaciones y aún ahora puedo recordar donde estaba sentada cuando el Macario explicó la diferencia entre adjetivos demostrativos y pronombres. Puedo acordarme de sus palabras exactas cuando nos habló de acentos enfáticos. Y sobre todo, puedo recordar sus historias cuando estoy al frente de mis alumnos.
Hace casi dos años, estuve yendo a un curso de fomento a la lectura donde conocí a una chica llamada Mónica (enero 1, 2005). La escuela secundaria fue una de las muchas cosas que tuvimos en común. Ella también tuvo al Macario como profesor. Me contó que había muerto.
Pese a que habían transcurrido cerca de quince años desde que lo tuve como maestro, no pude evitar sentir cierto dolor, sobre todo al recordar las veces que pensé irlo a visitar y agradecerle sus enseñanzas..
A manera de homenaje póstumo, les conté a mis alumnos Macario.
Es cierto que el pesar que sentí me pasó pronto, la vida continúa. La culpa sí que se quedó ahí.
Junto con un montón de cosas que sentí hoy y no sé cuándo se me vayan a pasar.
Un profesor me había llamado para ofrecerme un material para nuestros alumnos, compendios de gramática y literatura. Habíamos acordado una entrevista y hoy me avisaron que me esperaba en la oficina.
Comencé a hablar con él y a medida que hablaba su voz me parecía más y más familiar. Empecé a sentir una opresión muy fuerte en el estómago hasta que lo interrumpí para preguntarle en qué escuelas había dado clases.
Era el Macario.
No había fallecido. A Mónica le habían dado información falsa.
Finalmente pude agradecer.
A los que les gusta encontrar moralejas, creo que este post se presta.
Pero ni crean que se me va a hacer costumbre.
Era un hombre alto, un poco calvo, algo encorvado. Tenía un genio de los mil demonios.
Entraba al salón y cuidado con respirar o realizar cualquier otra actividad fisiológica que produjera algún ruido. Eso era durante los primeros minutos de clase, cuando llegaba a su silla, tomaba lista y revisaba tareas.
Después de esos minutos, entrábamos en materia. Ya fuera que explicara literatura antigua, gramática u ortografía, lo hacía con gusto, con gran placer. Aún así poníamos mucha atención. Nadie quería ser castigado por él.
Pero el momento qué más gusto nos causaba, a nosotros y a él, era el de las historias.
Nos dábamos cuenta que nos tocaba historia con sólo ver cómo movía sus manos y cómo sus ojos adquirían un brillo travieso, como si lo que fuera a hacer estuviera prohibido.
Entonces todos nos empezábamos a acomodar en nuestras butacas. Tomábamos la posición más cómoda y hacíamos algo que a cualquier adolescente se le dificulta, y que sin embargo nosotros conseguimos dominar: escuchar.
Le decían Macario, por aquella historia que contaba de Bruno Traven sobre el campesino que decide compartir su comida con la Muerte.
Me gustaba la clase, tenía buenas calificaciones y aún ahora puedo recordar donde estaba sentada cuando el Macario explicó la diferencia entre adjetivos demostrativos y pronombres. Puedo acordarme de sus palabras exactas cuando nos habló de acentos enfáticos. Y sobre todo, puedo recordar sus historias cuando estoy al frente de mis alumnos.
Hace casi dos años, estuve yendo a un curso de fomento a la lectura donde conocí a una chica llamada Mónica (enero 1, 2005). La escuela secundaria fue una de las muchas cosas que tuvimos en común. Ella también tuvo al Macario como profesor. Me contó que había muerto.
Pese a que habían transcurrido cerca de quince años desde que lo tuve como maestro, no pude evitar sentir cierto dolor, sobre todo al recordar las veces que pensé irlo a visitar y agradecerle sus enseñanzas..
A manera de homenaje póstumo, les conté a mis alumnos Macario.
Es cierto que el pesar que sentí me pasó pronto, la vida continúa. La culpa sí que se quedó ahí.
Junto con un montón de cosas que sentí hoy y no sé cuándo se me vayan a pasar.
Un profesor me había llamado para ofrecerme un material para nuestros alumnos, compendios de gramática y literatura. Habíamos acordado una entrevista y hoy me avisaron que me esperaba en la oficina.
Comencé a hablar con él y a medida que hablaba su voz me parecía más y más familiar. Empecé a sentir una opresión muy fuerte en el estómago hasta que lo interrumpí para preguntarle en qué escuelas había dado clases.
Era el Macario.
No había fallecido. A Mónica le habían dado información falsa.
Finalmente pude agradecer.
A los que les gusta encontrar moralejas, creo que este post se presta.
Pero ni crean que se me va a hacer costumbre.
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