El cartero
Me gusta escribir cartas.
De niña le escribía a mi prima quien me contaba todo lo que estaba pasando en el pueblo, sobre todo los chismes realmente interesantes como aquel del enamoramiento de uno de mis primos por una chiquilla muy linda. Teníamos todos 8 años. Mi primo se casó con esa chica algunos años después.
Cuando nos íbamos a mudar para acá, mis compañeros de la escuela me dieron todos su dirección para escribirnos. La caja donde estaban sus direcciones y pequeñas notas que me escribieron, se perdió en la mudanza. Esa fue una de mis mayores pérdidas en mi infancia.
En la universidad, durante los albores del internet, hice algunos penpals. Me agradaban mucho un marinero noruego y un chico colombiano. De ellos sí guardo muchas de las cartas y tarjetas que nos llegamos a enviar.
Por este medio y hicimos un Club Postal, allá por el 2010. Esas cartas también las guardo con sumo cariño y aunque por la inestabilidad del correo ya no nos escribimos, nos tenemos todos en FB enterándonos de nuestras vidas.
Me gusta escribir cartas.
En diciembre que me fui de vacaciones le mandé una a mi amiga W. Le llegó porque la envié directamente desde una oficina postal de su país, si no, hubiera tardado dos meses. Si es que llega.
Ella me envió una carta por medio de un familiar que viajaba para acá.
Yo le respondí haciéndole llegar la carta con un amigo que viajaba para allá.
Leer cartas se merece un ritual aparte, tan riguroso como el de escribirlas.
Se requiere luz, café y cierta hora del día donde nada perturbe, donde puedas conectar perfectamente con la otra persona a través de las palabras.
W guardó mi carta para la mañana.
Y me escribió de inmediato.
Pero luego ¿cómo tener la seguridad de que la carta me llegaría?
La tecnología resolvió el problema: escaneó las hojas, las mandó por correo electrónico y me prohibió terminantemente leerla si no la imprimía antes.
Eso hice y aunque estaba en la oficina me determiné a buscar el mejor lugar para leerla: la terraza del único lugar con plantas que existe en el bloque gris que es mi lugar de trabajo.
Es cierto que parte de la emoción del intercambio epistolar es la espera, pero la otra parte y la más importante es la luz, el café y las letras. Y ahí estuvieron.
Ya estoy respondiendo la carta.
Me estoy tomando pequeños recesos entre las obligaciones laborales y domésticas.
Escribí un poco en el jardín de un hotel bajo un árbol. Y otro poco más en el patio de mi casa acompañada de mis gatos.
Probablemente me tome más de una semana terminar de escribir, pero luego sólo será cuestión de escanear y enviar para asegurarme de que los 2,600 kilómetros que nos separan por un momento se van a desvanecer a través de las hojas de papel con mis palabras impresas en ella.
Y bueno, que nos faltará el romanticismo de la incertidumbre.
Pero a mí lo que me gusta es escribir cartas.
De niña le escribía a mi prima quien me contaba todo lo que estaba pasando en el pueblo, sobre todo los chismes realmente interesantes como aquel del enamoramiento de uno de mis primos por una chiquilla muy linda. Teníamos todos 8 años. Mi primo se casó con esa chica algunos años después.
Cuando nos íbamos a mudar para acá, mis compañeros de la escuela me dieron todos su dirección para escribirnos. La caja donde estaban sus direcciones y pequeñas notas que me escribieron, se perdió en la mudanza. Esa fue una de mis mayores pérdidas en mi infancia.
En la universidad, durante los albores del internet, hice algunos penpals. Me agradaban mucho un marinero noruego y un chico colombiano. De ellos sí guardo muchas de las cartas y tarjetas que nos llegamos a enviar.
Por este medio y hicimos un Club Postal, allá por el 2010. Esas cartas también las guardo con sumo cariño y aunque por la inestabilidad del correo ya no nos escribimos, nos tenemos todos en FB enterándonos de nuestras vidas.
Me gusta escribir cartas.
En diciembre que me fui de vacaciones le mandé una a mi amiga W. Le llegó porque la envié directamente desde una oficina postal de su país, si no, hubiera tardado dos meses. Si es que llega.
Ella me envió una carta por medio de un familiar que viajaba para acá.
Yo le respondí haciéndole llegar la carta con un amigo que viajaba para allá.
Leer cartas se merece un ritual aparte, tan riguroso como el de escribirlas.
Se requiere luz, café y cierta hora del día donde nada perturbe, donde puedas conectar perfectamente con la otra persona a través de las palabras.
W guardó mi carta para la mañana.
Y me escribió de inmediato.
Pero luego ¿cómo tener la seguridad de que la carta me llegaría?
La tecnología resolvió el problema: escaneó las hojas, las mandó por correo electrónico y me prohibió terminantemente leerla si no la imprimía antes.
Eso hice y aunque estaba en la oficina me determiné a buscar el mejor lugar para leerla: la terraza del único lugar con plantas que existe en el bloque gris que es mi lugar de trabajo.
Es cierto que parte de la emoción del intercambio epistolar es la espera, pero la otra parte y la más importante es la luz, el café y las letras. Y ahí estuvieron.
Ya estoy respondiendo la carta.
Me estoy tomando pequeños recesos entre las obligaciones laborales y domésticas.
Escribí un poco en el jardín de un hotel bajo un árbol. Y otro poco más en el patio de mi casa acompañada de mis gatos.
Probablemente me tome más de una semana terminar de escribir, pero luego sólo será cuestión de escanear y enviar para asegurarme de que los 2,600 kilómetros que nos separan por un momento se van a desvanecer a través de las hojas de papel con mis palabras impresas en ella.
Y bueno, que nos faltará el romanticismo de la incertidumbre.
Pero a mí lo que me gusta es escribir cartas.
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